Monday, July 2, 2012

Los (rápidos) cuentos de la digna rabia

Don Antonio, a sus 82 años, miraba el piso de adobe en su hogar en la sierra. El mismo techo que hace 82 años lo vio nacer. La misma tierra roja. El mismo cielo personal. Tal cual ahora como entonces.
El hogar palpita silencio. ¿Qué más se puede decir? Don Antonio no tiene hijos. Su esposa, Doña Cecilia, falleció hace 12 años. Nunca despertó de aquel sueño por ver un nuevo cielo. De construir un nuevo hogar.
Cuando se casaron, en 1968, Don Antonio le prometió a su mujer que, con las nuevas reces que habría comprado, alcanzaría el negocio para comprar una casita en la ciudad. Que vivirían como los citadinos: de pantalón largo, con vestidos finos, zapatos de piel. Un auto para pasear y una troquita para llevar el producto.
Sin embargo, tan sólo de recibir al ganado, Don Antonio pensó que estaba muy enfermo. "Están las reces muy gordas", dijo. Que darían puro cebo y nada de carne. La leche amarga. Decidió sacrificarlas a todas cuando, en realidad, sólo estaban mejor alimentadas que las tantas vacas flacas que había visto durante años. Al final, las promesas de una vida mejor se hicieron humo frente a sus ojos.
Veinte años después, un hombre de la ciudad le propuso comprarle el terreno. A buen precio, pudiendo conservar su casa, ampliarla, darle una nueva fachada. Le ofreció, incluso, una sociedad en un nuevo negocio donde a los campesinos se les repartiría la tierra. En conjunto, todos cooperarían entre todos y se dividirían las ganancias. La mayor parte, por supuesto, sería para Don Antonio.
Pero, para Don Antonio, el tener tierras amplias para el solo era un símbolo de estatus. Y decidió vender el terreno, amplio, completo, a un hombre que vino de afuera. Un negociante que arrasó con los campos, tiró los corrales y construyó una fábrica. A Don Antonio sólo le dejaron su vieja casita de adobe.
Años después, su esposa enfermó de fiebre. El dolor era demasiado. No podía caminar. Sin dinero, sin nada con que acudir a un hospital, regaló al doctor del pueblo la mitad del terreno donde ambos habían construido su pequeño hogar, a cambio de que la curara.
Tan sólo cayeron los muros y el doctor vendió el terreno que le había regalado Don Antonio a maleantes venidos de fuera, el médico dejó morir sola a Doña Cecilia.
Antes de que la enfermedad le arrebatara el alma Doña cecilia alcanzó a suplicar al viejo campesino un último favor, en nombre de tantos años juntos.
"Esto es lo que queda de nosotros. Por favor, protégelo con tu vida. La vida que nos queda a ambos es esto. Este es nuestro pasado juntos. Este es nuestro presente juntos. No lo dejes ir".
Don Antonio contempló el techo de adobe, rememorando esa promesa, cuando ladrones entraron por la puerta. Sin moverse, el viejo sólo miró cómo los malhechores buscaban algo de valor para robar. Pero ya no quedaba nada, sólo la casa. El último refugio del campesino y su mujer.
"¡Vete y no vuelvas, vejete asqueroso! Lárgate ya y no te haremos daño".
El hombre de campo, con lentitud, se levantó del sillón. Se dió la vuelta despacio, intentado retirarse. Pero, por la espalda, uno de los maleantes lo apuñaló.
Don Antonio no tuvo tiempo, siquiera, para recordar que nunca pudo cumplir sus promesas.



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