El sacerdote, cura de Ocosingo, fue citado por el nuevo obispo de la región. Sentado, solo, en medio de la oscuridad de la sacristía, es interrogado por la autoridad de la iglesia.
¿Algo de lo cual temer? No lo sabe. Pecados no ha cometido, porque no ha violado la ley de Dios. Ha roto las leyes no escritas de los hombres, sin embargo. ¿Qué hace un representante de Cristo defendiendo el derecho terrenal?
-Padre Damían- cuestionó el obispo, meditabundo- ¿Qué le han dado esos indios para que usted, olvidando su papel de pastor, olvide sus deberes de la iglesia y se dedique a corromperse con sus subnormales costumbres?
-No me he desviado de la misión de la iglesia, señor obispo. El apoyar y defender a estos hijos de Dios es arte de las tareas que el Señor nos ha encomendado. Y no son costumbres anormales.
-¡Es escoria pagana, entonces!
-Para nada, señor obispo. Cuando llegó la cruz, ellos conocían a Dios, bajo otro nombre. Cuando les revelamos la identidad de nuestro salvador Jesucrsto, adoraron al Hijo del Hombre bajo los mismos ritos del pasado. Siempre fueron cristianos, a su modo.
-Pero usted les enseña a exigir, a reclamar, a pedir que los traten como a la gente de bien, en vez de enseñarles los dones de la caridad, la sumisión, y el dar la otra mejilla, como dice la sagrada escritura.
-Son gente de bien, señor obispo, porque trabajan duro para ganar el poco pan. Y practican los dondes del espíritu santo, sólo que la sumisión es ante el Salvador, no ante otro hombre. La caridad es entre ellos, al mirarse los unos a los otros desvalidos. Y ellos han dado las mejillas tantas veces, que no hacen si no esperar a que el hombre de la ciudad también la dé.
Sobre una pequeña mesa, el obispo dio un golpe cuyo eco pareció resplandecer eternamente.Ambos permanecieron inmóviles, imaginando su siguiente jugada.
-Es usted un rebelde, Padre Damián. Usted predica versiones torcidas de la palabra. Defendiendo a quienes sólo con el hierro se convencieron de creer. Alentando sus desviaciones en vez de corregirlo. Y, además, en lugar de guiarlos, les miente. Les ha hecho creer que su pobreza se irá luchando. Que pueden pelear contra su destino. Pero Dios los ha querido humildes. Deben saber que su condición es mandato divino.
El Padre Damián clavó su mirada en en el suelo. Allí se quedó el resto de la noche. No quería mirar al cielo. Temía, en el fondo, que las palabras del obispo fueran verdad.
-Si fuera eso cierto, señor. Si ser pobre fuera un castigo, señor, y no una invitación a luchar, Jesús habría nacido en la cuna de Herodes y no en el pesebre. Hubiera invitado a los fariseos a seguirlo, no a los enviados de pedro. Y, sobre todo, no hubiera mandado a sus discípulos a pelear y morir a manos de los romanos para difundir su palabra. El Señor nos ha enseñado a pelear. Nos ha enseñado lo que es justo. Y nos invita a defenderlo.
-¡Y lo que defiende usted son herejías! Porque el Señor es quien corona a los poderosos. Quien unge a los sabios. En nombre de quien se domina a los no creyentes. Dios bendice al hombre, no a los gusanos.
Con una mano, el obispo exigió al sacerdote que se deshiciera de la sotana y la depositara en sus manos. Al hacerlo, el mando litúrgico encajó la mirada en los ojos del Padre Damián.
-La iglesia no me confiere estos pdoeres, pero los tomaré porque no me queda alternativa. Los degrado como sacerdote. Usted no puede vestir los colores de la iglesia nunca más.
El Padre Damián no hizo más que reírse.
-Quíteme mis poderes. Traiga a un nuevo sacedote, si gusta. Pero, cuando el Señor nos llame a su presencia, él sabrá quien de nosotros tenía la razón. Pero, por el momento, usted se ha burlado de mi comunidad. Y, bajo las leyes de la misma, usted queda arrestado por violar la paz de este pueblo, perdido de ante los hombres de Dios pero no ante su mirada.
El obispo, del impacto, se desplomó. Dios apagó su corazón y lo llamó a rendir cuentas por sus falsas palabras.
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