Saturday, November 7, 2009

Asco, Pena y Pánico

Una crónica novelada de mi día de muertos. Firmado bajo el seudónimo de Quorthon Bathory (en obvio homenaje).

-Huye

Cuando tenía ocho años, creía que escuchar voces en mi cabeza era lo más normal del mundo. Voces que jugaban y reían con un pequeño a quién, las circunstancias, el mundo no había hecho más que alimentar su misantropía futura. Esos murmullos internos acompañaban mis noches de Dragon Ball Z.

Eran compañeras de juego y aventuras cuando no tenía nadie con quien salir a jugar futbol a altas horas de la noche. En un barrio cuya única preocupación entonces era que una combi no nos retirara del juego con una barrida por detrás. Ahora, eso no es problema. Los niños ya no salen a jugar. Menos cuando encuentran, mínimo dos veces al año, un ejecutado en las canchas del parque.

La humanidad me provoca arcadas cada noche por el asco que me da. Por algo no creo en la Revolución Socialista. Es demasiada fe en un género humano que es incapaz de razonar y racionar sus actos. Creo en la justicia. Pero por momentos me parece que es un regalo injusto e innecesario para una buena parte de la sociedad. La cual la exige. Pero no se la ha ganado.

El metro, después de un día de trabajo pesado, me parece pintoresco. Gente de todos tipos, formas y colores (así, aunque suene extraño, es como se ve) comparte un tiempo y un espacio que en otras circunstancias no los uniría.

Una mujer indígena viste un colorido rebozo de tela negra. Un faldón de manta, tejido con detalles en colores incendiarios. No pide limosna. Aunque algunos le den migajas con sólo verla, las cuales no acepta quizá por dignidad. Sólo está de pie en el rincón más alejado del último vagón con sus…uno, dos, tres, seis, siete hijos. Todos ellos con ropa de tercera o cuarta mano. Aislados en el transporte público como si la regla de Cuervo Jim siguiera vigente. Todo mundo le retira la mirada. Por vergüenza, por pena e, incluso, por misericordia.

-La miseria parece ser parte del folklore

Había vuelto para jugar un poco. Pero que momento tan más inoportuno. No estaba dispuesto a discutir con él. No fueran a pensar que, por sostener un debate sobre la justicia social con mi propia mente, me presentara como un enviado de Dios. Para después grafitear la ventana y abrir fuego a discreción contra cualquiera. Aunque la idea suena poética, e incluso entretenida, en este momento no me resulta conveniente.

La insistencia arrecia cuando un contratista de limpieza argumenta que nadie merece nada especial por terminar una carrera universitaria. El arquetipo mexicano en el extranjero. Panzón, bigotón. Con acento provinciano. Le parece un crimen que un licenciado de veinticinco años, que nunca ha fregado un piso, le de órdenes. Él tiene más mérito porque llegó a donde está sin haber abierto un libro.

Mi voz me exige una defensa del proletariado ante la autoridad patronal. Pero no me es posible. Es el discurso más mediocre que me ha tocado escuchar en años. ¿Cómo se puede iniciar una revolución, cuando al pueblo le vale un carajo superarse? Porque, claro, pugnar por una mejor condición de vida es una pérdida de tiempo.

Creo que la parte que las izquierdas ocultan y las derechas predican de Ernesto Guevara hubiera salido a relucir si el Comandante viviera aún. Y claro, si se lo encontrara. No le daría un libro. Aparte de romántico, es inútil, al parecer. En vez de eso, lo mandaría ejecutar. Un proletariado tan conformista ensucia la lucha social.

Cuando termina el trayecto del metro, la voz empieza un murmullo más intenso. Tanta gente en la estación. Con tan poco tiempo para pensar, que se mueven como ganado en un redil. Caminando en manada por un pasillo frío, sucio y lúgubre, sin mirar más allá de sí mismos. Algo que suele dar frutos a las bandas de carteristas o asaltantes. Quienes dan parte del botín a la seguridad del lugar, según los secretos a voces. Voces que me piden detenerme un poco y alejarme de esa masa que pierde cada día más sus rasgos humanos.

Es lunes de puente. No hay mucha gente. Pero ha llovido. Los accesos al paradero están inundados. Tengo prisa. Debo escribir mi tarea lo antes posible o el insomnio me comerá de nuevo. No dormir con este discurso chingativo en mi cabeza es un suplicio. Mientras tanto, él se ríe de mí. De mi situación. De que estoy varado a la mitad de la noche con cientos de personas que se matarían entre sí por subirse a un autobús.

La masacre es inevitable. Por fortuna, he podido hacerme de un sitio a empujones. Pero nada como una señora, ya de edad, con una estatura corta. Lo cenizo de su cabello castaño no cubre la desesperación. Al intentas subirse a la unidad, dio un discurso de cultura cívica y urbanidad. Cinco segundos después, ejemplificaba su lección de modales dando puñetazos en el rostro a cuantos pudo. Les dedicó palabras propias de mujeres ilustres, siendo ‘puto’ lo más tierno dentro de su repertorio lexicográfico.

Ante la inevitable lección de convivencia humana, él quiso iniciar un irónico discurso sobre el tema. Le hice caso esta vez, con comentarios sarcásticos sobre la pobre señora. Quizá sea muy civilizada, sólo que igual es de Alvarado o Coatzacoalcos. O un lugar por la costa del Golfo. ¿Qué tan golfo podría llegar a ser un ser humano desesperado por las prisas?

Para no pasar por demente, simulé que comentaba todo con mi obeso compañero de asiento. Quien por cierto, me miraba como si hubiera hallado una víctima. Como si al bajar de camión, lo hiciera detrás de mi y me estrangulara por la espalda. Para después prender fuego a mi cadáver y tirarlo (o tirárselo, ya no sabe uno a que le juega) en las canchas del parque. Para que los niños tengan un año más sin poder salir a jugar.

Bajar a media noche por mi casa es algo que disfruta esa voz. Sabe jugar conmigo. Sabe que tengo miedo a la oscuridad, porque no hay otra imagen posible de la eternidad en mi cabeza. Justamente lo eterno es mi mayor fobia. Sabe que puedo correr de mi propia sombra por el pánico. La idea de que alguien apunte a mi nuca, tomándome sorpresivamente por la espalda, es una idea traumática.

-Huye-repite la voz una y otra vez. Corro despavorido de la nada. No detengo mis paso ni aunque me pueda arrollar un auto. Porque, si paro, pueden bajar la ventanilla y dispararme desde el interior. O puede bajar cualquier gato para subirme a la fuerza. Ya me ha pasado antes. Ya lo he vivido antes.

-Huye- y escapo de todo. De mi realidad. De mi propia personalidad. Me han reclamado por huir de todo. Pero parece ser un reflejo automático. Inconsciente. Para mi subconsciente (término erróneo según la psicología, pero no voy a escribir ‘inconsciente’ dos veces en un mismo párrafo) es una orden de vida. Que a pesar de mi conciencia no puedo suprimir.

Cuando las puertas de mi casa están cerradas con tres candados (y para colmo, remachadas, como la puerta negra), él se va. Parece que ya tuvo suficiente con sus sádicas bromas de pésimo gusto. No le odio, siento pena por él. Aunque no debería. Es parte de mí. Si le divierte jugar así conmigo, quizá sea porque, en el fondo, es mi forma personal y poco convencional del olvidarme del tedio que la vida humana me provoca.

No sé si exista un Dios. Pero esta noche, el altar que mis padres ponen todo el año para sus muertos está más vivo que nunca. Por fortuna, no soy uno de los convidados al permanente festin de agua y flores. Al final del día, quizá ese ente que me ocupa como juguete, sea quien mantiene mi retrato alejado del lugar. No puedes hacer nada más bello por aquél que te invitaba a jugar cuando lo aburría Dragon Ball Z.

In memoriam.


Como se han de imaginar, este trabajo esta protegido bajo licencia Creative Commons. Puedes compartirlo, pero respeta mi autoría. Gracias _\m/