Thursday, April 17, 2008

El ser y la vida del hombre de arena, entre los soles oscuros del sufrimiento y el placer (parte 1)

Esto es un escrito que estoy desarrollando como exámen para la escuela. Así que les dejo, la primera parte, por aquí. Enjoy.


Que Dios bendiga mi existencia. Esa transición mundana traducida en esclavismo. Para ser bendito, debo doblegarme. Caminar con la cabeza gacha. Mirar hacia arriba, para buscar en el cielo, a la inclemente divinidad que pone su sacra sandalia sobre mi cabeza. Me miro, y miro a la humanidad conmigo. No carece de valor, es imperfecta, es sucia. Lo terrenal es sucio. Lo humano es sucio. Al final, todo lo que nos forma, lo que nos mantiene en este mundo, carece de pulcritud.

Los teosofos nos han enseñado que el cuerpo humano, al mantenerse lejano de ese mundo superior, donde la conciencia se separa de la carne, es “espiritualmente insalubre”. Somos suciedad, somos hijos del pecado. Para las filosofías espirituales, nuestro cuerpo es un estorbo, porque nos reduce al estado donde el tirano capataz, montado en su caballo solar, lacera con sus latigos de fuego nuestras espaldas.

¡Qué Dios se apiade de mí! Gritan algunos retorciéndose en el fuego. Huyen, despavoridos, al mar de las aguas benditas. A algunos les congela, la moralina, el corazón. Miran con el alma convertida en hierro, con el espíritu carente de conciencia, el mundo como si fuera peste. Cualquier grado de pasión, de placer en lo mundano, debe ser destruido. Para ellos, sería honroso que su Dios hiciera pedazos a los pecadores, como en Sodoma y Gomorra. Limpiara, en un holocausto humano, la mala sangre. Tomando en cuenta que esta mala sangre no se compone solo por pecadores, también está conformada por subordinados de la aristocracia. Al final, no solo lo humano es sucio. También lo es aquello que no pertenezca a las buenas cunas, es insalubre. Existe una ilusión de que el Señor que somete a la humanidad, por ser un dictador, perdonara a los dictadores de la oligarquia. Porque al final, esa limpieza de espiritu, es al parecer sólo posible para los poderosos, aunque se bañen cada día de mierda, no sólo el alma, sino también el cuerpo.

Riane Eisler menciona que para las religiones judeocristinas, al relegar del poder el núcleo de lo creador, de lo que otorga vida, “el conocimiento es malo, el nacimiento es sucio, la muerte es sagrada”[1]. El nacimiento, originado por el placer de la cópula, es ahora un pecado. No importa si con ello el mundo sigue su curso, al mantenerse el ser humano, con toda su conciencia (o su falta de la misma) en este plano para atestiguarlo[2]. Ahora, en vez de ser un acto de vida es una parodia del crimen”[3]. Como lo es también morir para alcanzar un estado superior de la sabiduría y la conciencia.

“No puede haber verdadera sabiduría si el Sabio no se eleva a la altura de la muerte”[4]. Esto es un crimen para aquello a quienes la muerte no les significa alcanzar la perfección espiritual, por más que busquen refugiarse en la búsqueda de la misma. Para ellos, la predicación de una sacralidad de la muerte al integrar ésta al Ser con el universo, permitiéndole conocer sin atarse a su ligadura terrenal, es pagana y maligna. La muerte es, ante todo, una muestra de poder. Permite ser propietario del destino del prójimo al arrebatarle la vida e impedirle decidir. Ante el cuerpo inerte de un santo, se le hace creer al individuo que sus acciones, alejadas de los núcleos de dominio, le han matado. Entrega, entonces, como ofrenda su espíritu. Con ello, le es arrebatada su conciencia.

Morir, para la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, vicaria del culto al cadáver de Jesús, se aleja del placer de saberse partícipe de un proceso de renovación. Se promete la vida eterna o la muerte infinita. El circular de la materia y del ser se rompen, condenando al hombre a existir infinitamente como siervo del Sacro Suicida (porque al final, él decidió entregarse y “morir para salvarnos”) o castigado en los aposentos de Satanás. Se da una negación a un principio natural, en el que “Los seres sólo mueren para nacer, a manera de los falos que sólo salen de los cuerpos para volver a penetrarlos”[5].

Se convierte, entonces, a todo acto de amor en una traición. Mas no a los principios morales. Sino al poder politico-religioso, que gobierna a los sujetos. Los esclaviza, los convierte en entes poseedores de un alma que debe inclinarse ante el Dios. Pero no poseen una conciencia. Concebirla es un crimen. Se escuda el poder en que el alejamiento de todo saber acerca a la felicidad infinita. Porque, sorpresa, la felicidad desaparece en el dolor. Craso error.

El proceso es, en la realidad, inverso. La felicidad es más pura en la sabiduría, en conocerse a sí mismo. Hacerse conciente de lo que es el universo, de cómo funciona, del papel que juega en él es minúscula partícula de Ser que es uno. Conocer a fondo las vibraciones de la existencia (el amor y la vida), de amplitud y duración diversas, conjugadas en un movimiento circular continuo[6].

De esta manera, pueden descubrirse los tres objetivos de la humanidad, según Alejandro Jodorowsky: “Conocer la totalidad del universo, vivir tantos años como vive el universo, convertirse en la conciencia del universo”[7]. ¿Eso es humanamente posible? Claro que no. Al menos no en la vida humana, que, como la belleza impotente “no puede soportar la muerte y conservarse en ella”[8]. Está claro, que para conocer, hay que ofrendar, a cambio, un poco de vida. Vida traducida en tiempo, en energía, o incluso en la entrega de la existencia misma, para alcanzar, de existir, una trascendencia, que permita elevar el saber o integrar al espíritu a la conciencia absoluta del universo. Todo ello, claro, de estar presente dicho plano de existencia supra-terrenal.



[1] Eisler, Raine. El caliz y la espada. P. 114

[2] Bataille, Georges, El ano solar. En Línea. Disponible en http://www.egelforum.net/forum/showthread.php?t=131247 . Consultado el 17-04-04 a las 10:02 a.m.

[3] Bataille, Georges. Op. Cit.

[4]Bataille, Georges. Hegel La muerte y el sacrificio. En Línea. Pag 9.

[5] Bataille, Georges. El ano solar.

[6] Bataille, Georges. Op. Cit.

[7] Jodorowsky, Alejandro. La danza de la realidad, p. 82.

[8] Bataille, Georges. “Hegel, la muerte y el sacrificio”.

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