Odio las tiendas de ropa. No me siento agusto, ni conforme, mucho menos feliz. Estando entre gente que ansía que un par de blusas, un par de zapatos, o un par de pantalones la hagan lucir diferente. Prácticamente, que hagan con ellos una extraña y mortífera tranformación genética. Renegando de su raza para verse como los argentinos o las españolas, altos y rubios, de los carteles. Una raza que permite tal distorsion de sus modelos de belleza, así como de su realidad, merece ser considerada inferior. Al fin y al cabo, ellos mismos han iniciado el trabajo.
Al interior, todo era una sucia calma. Perfecta, sí, salvo por el hedor a injusticia que se respiraba en el aire fresco de una calurosa tarde otoñal. Una tienda de ropa barata vendida como un lujo en el centro de la ciudad a pocos pasos del Zócalo. El blanco perfecto. Una encarnación del perverso capital, para una turba de locos. O, al menos, es lo que se murmura cuando un émulo mestizo del maldito Kurt Cobain, con una remera que dicta 'Fuck' más de cuarenta veces y una camisa de leñador, repite sin cesar cuan inutil e insulza es la moda.
Veinte minutos antes, un vigilante de la librería del Fondo en Lázaro Cárdenas era presa del mismo pánico. 'Seguira abierto todo dependiendo de qué hagan los estudiantes'.Una voz intentaba razonar con él. Mi dulce castaña trataba de librarlo de su obvia, pero correcta confusión (porque es la voz general, supongo). 'Los estudiantes venimos a comprar libros'. No tuvo mayor respuesta que una risa bruta, absurda.
Por todo el día, una masa confluía alrededor del lugar. Por 20 de noviembre vi caminar a un puñado de chicos, en dirección opuesta al contigente, el cual aún no partía. Cabello oxigenado. Piel morena, tostada. Parecía que frente a las tiendas se había perdido un grupo de vagabundos. Con gorras guadalupanas y camisetas incitando a la anarquía. Tenis de marca falsa, mirada mutilada por el odio al mundo y una pizca de malicia a su escaso diecisiete. Pensamiento elitista, clasista, racista. Debo aceptarlo. Pero ya temo. Siempre son personas tan iguales a ellos quienes he visto asaltar o robar frente a mis ojos.
Bajo la mirada de la autoridad, ebria de poder desperdiciable, iban pintando consignas en aerosol. Pequeñas, probando el atomizador. El ángulo. Las figuras. No saben que pasa en Hondras, quizá. Ni quien es Carstens, probablemente. Pero les exigieron profanar ambos nombres propios en los muros. Una seña de identidad. De los revoltosos. De los malparidos. De quienes por inadaptado exigen un mundo mejor. Sin la escoria política.
No podía evitar pensar en los titulares del día siguiente. La fotografía de primera plana. Una bomba molotov. Pintas, destrozos. Ninguna exigencia de justicia. Ni a los caídos de hace cuarenta y un años bajo las balas. Ni a los caídos del día de hoy bajo el hambre. Cada año es igual. Cada vez se asocia la fecha a la infamia del vandalismo y no a la infamia de la represión.
Siempre es lo mismo. Exigir así la caída del sistema es ya parte del sistema mismo. Es justo lo que el estado represor espera que hagas. No queda duda que, casi siempre, los golpes al autoritarismo terminan por legitimarlo. Lo confirman como un regimen abierto, al dejar hacer y pasar la critica. Al tiempo que la sociedad termina respaldando la represión. Porque han aprendido a temer lo diferente.
Cada año, aquellos líderes que evocan intereses elevados a ideales e ideales prostituidos como intereses convocan a las mismas marchas. Ya saben que ocurre. Ya saben que no funciona de otro modo que no sea carne de cañon. Para desprestigiar al estudiantado. A la juventud. Al pasado convulso. A las ideologías alternativas. Es así como las consignas quedan de lado. Como la lucha se pierde entre las sombras de una manipulación perversa. Porque incluso en los subterraneos hay rebaños que se niegan a ver más allá del dogma contestatario. Los mismos que siempre son enviados al matadero cada que se presenta la ocasión, por los gurús de siempre.
Los ideales son lucha son esteriles. La lucha sin inteligencia también lo es. Ellos saben donde están parados. Ellos concoen su sistema y no hablarán más que su lenguaje. Y sin embargo, el frente es el mismo. Una y otra vez la estrategia fallida. El diálogo contaminado. Como si no hubiera mayor camino que tirar Jericó congritos y sombrerazos. Si la revolución no se revoluciona a sí misma, nunca va a triunfar. Es una ley darwiniana de selección natural. Aplicable al ser humano y todo lo que construye. Lo que no se adapta, fracasa.
Los mártires de Tlaltelolco mirarían con verguenza las marchas de hoy. POCO CREATIVAS. Ellos marcharon entre el silencio. Entre exigencias reales. En una revolución de ideas más que de un ideal estancado. Por ejemplo, ellos no marcharían uno d estos días. Porque el no hacerlo crearía un susurro callado que reventaría los tímpanos de medios vendidos hambrientos de morbo y grupos de choque paladeando la sangre. Vallas humanas protegiendo los edificios. Cantos de orgullo y no gritos de protesta.
Eso funciona. Lo sé porque el mundo ya lo vió. En los sesentas, fueron los jóvenes quienes tiraron el sistema dictatorial portugués. Cuando el represor esperaba un enfrentamiento, los chicos tomaron flores y las ofrecieron al ejército. La imágen dió la vuelta al mundo. Convenció a la sociedad del camino a tomar. La revolución triunfó sin una sola consigna inútil, repetitiva y prostituida al aire. Sin un muerto más. Sólo la flor y el canto. Con el sistema vencido por una estrategia en tranformación continua.
Al final, no lo resisto. Huyo de un lugar incómodo, en una posición incómoda. El Estado me percibe como un incómodo crítico. La crítica me percibe como un incómodo crítico. La moda me percibe como un incómodo crítico. Y mientras tanto, me imagino que al día siguiente, el títular será el mismo de cada año y pasará. Sólo así. Como las tendencias de la temporada.
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