Le has escuchado una vez. Y otra vez. Y una vez más.
Sabes que está mintiendo. Sabes que muy bien que se está tragando sus palabras tan pronto las vomita. Que no puedes confiar en él ni creer en él. Y, sin embargo, te mueves a su ritmo mientras escuchas cómo trata de verte la cara. Sin ninguna piedad y con todo descaro.
Enciendes un cigarro. Le das el golpe. Exhalas. Miras a tu alrededor y entonces te das cuenta cómo la vida puede transcurrir sin ti.
Podrás estar ahí parada, o no, y el tránsito seguirá su curso. El organillero no depende de ti para salir de casa y mover la manivela a cambio de unas monedas. Puedes no estar ahí y ni siquiera cambiaría el intento de mentirte que semejante imbécil trato de encajarte.
Al parecer lo logró, lo esperas pacientemente. Si es que llega. Si es que viene.
¿Cómo pudiste terminar esperando a un imbécil? ¿Qué hiciste mal?
¿En qué punto de tu vida te equivocaste tanto que tus expectativas siempre se reducen al desastre?
Y aún así, pese a todo, esperas lo mejor. Esperas que al final no te mienta. Esperas que todo se concrete en una verdad innegable a tu favor.
Aunque sabes que no es así. No es la primera vez que te miente, no es la primera vez que asegura que estará en esa esquina. Te queda muy claro que esta vez tus alarmas están encendidas porque conoces su tono de voz.
Un golpe más al cigarro. Más humo, más juego con las hebras del trabajo. Y él no está allí. Sabes que no estará y que te ha engañado otra vez.
No viene en camino, ni siquiera ha salido de su casa. Te dan ganas de llamarlo de nuevo, de gritarle que sabes muy bien que te ha mentido y que no quieres saber un carajo de él.
¿Tienes seguridad de que te ha engañado? Ninguna. Más que esa ansiedad que te devora. Ese precedente de que te ha dejado en el camino. Las cancelaciones, las ausencias. Esa sensación de falta.
Un sentimiento que no has olvidado. Tan presente está que no esperas otra cosas. Y mientras el humo se desvanece, recordándote que el tiempo pasa.
Sigue fumando. No hay prisa.
Han pasado cinco años. Era tu boda. Nunca llegó. Y lo esperabas a pesar de las ausencias. A pesar de las advertencias. A pesar de que lo conocías tan bien que imaginaste con lágrimas, durante varias noches, que no llegaría nunca.
Sólo queda de ti una foto tuya. Contigo fumando. En la misma esquina de siempre. Y le das de nuevo el golpe.
Sigues jugando con el humo, esta vez de la veladora.
¿Dónde está él?
Ya no importa. Nunca llegó en los momentos que importaban. De él sólo queda humo. La neblina de su memoria.
Y tú sigues fumando.