Mis hábitos de sueño están hechos pedazos. Estaba por dormir, pero escribir me da un high.
Escribir me provoca adrenalina. Y no lo hacía desde hace mucho por acá.
La última vez me dieron vergüenza mis letras. Más bien, cómo y para qué las utilicé. A veces sigo sintiendo algo de pena, pero la última vez fue porque olvidé para quién escribo: gente muy sensible. "Chiqueada", diría un colega.
Lo que sí me da vergüenza es apenarme de lo que me ha dado de comer durante todos estos años. Por más que me caigan palos, que me lleve unas chingas o que me parta el alma, fui criado para hacer magia por las palabras.
Es justo ese instinto de creación lo que me saca adelante. Disculpen si no soy un redactor metódico. Tengo la adictiva tendencia a romper el método en cuanto me siento encorsetado. Necesito respirar, y si el método me asfixia, se puede ir a la chingada. Lo que importa es el efecto en el lector, en el descubrimiento de algo nuevo para él, para mí o, en un caso ideal, para ambos.
No sé por qué dejé la sana costumbre de practicar mis puntos y comas tirando sílabas al azar, como ocurre en este momento y suele suceder en este diario en línea. Más bien, sí tengo idea, pero no entiendo cómo llegó a devorarme hasta el grado de perder interés por la prosa en su estado creativo. Chequen las fechas: un año casi.
Vergüenza, les decía. Como les dije hace un momento, suelo romper con todo. Empezando, por qué no, con la coherencia. Básicamente me encuentro deprimido y no entiendo por qué, pero tengo pistas. Como en los viejos tiempos, dejo que mis palabras al público se traduzcan en algún momento en respuestas.
¿Y si no necesitas una respuesta?
La vida me ha enseñado a que debes cuestionar toda palabra. TODA. Las palabras valen de acuerdo a cuan puedan resistir dichos desafíos. Una palabra sin cuestionar es palabra que no sirve. Palabra que no sirve es letra muerta. Y a las letras muertas se les convierte en ley.
Es por eso que el lector de hoy está tan casado con aquellos quienes le dicen lo que desea escuchar, porque convierte en ley la letra muerta que se niega a cuestionar. Entonces, en el imaginario colectivo, están presentes ilusiones cuya existencia se basa en el miedo de las masas a abandonar esa seguridad de que aquello en lo que creen es lo que existe.
Es divertido siempre desafiar el imaginario colectivo a través de las letras, pero es triste darse cuenta de que el colectivo no sabe leer. Tan acostumbrado está a sus propias palabras que ya no hace el esfuerzo de distinguir entre unas y otras. Durante años todo ha sido lo mismo y, por ende, lo mismo les da.
Entonces te das cuenta de que el lector no es la causa que te deprime, sino el hecho de preguntarte razones de por qué te encuentras aquí y ahora. Eres tú ahora quien desafía su imaginario pero tus respuestas no bastan. Necesitas cuestionar hacia afuera para resolver los acertijos que tienes clavados dentro y, por tanto, toda tu conjetura es inútil.
A veces siento un extraño placer por terminar invalidando mis argumentos en mis propios trabajos. Lo siento, me forjé ese vicio leyendo a Bataille y, de hecho, con él aprendí a tomarle cierto sabor a mi propia decadencia. Incluso aquella en la que tuve la vida soñada, pero que al despertar un día alguien más decidió que era el momento justo para que se me fuera de las manos.
¿Por qué? Por respuestas ajenas. Por conjeturas que no vas a terminar nunca y que, posiblemente, te mantengan con los ojos abiertos un rato más.
No sé, quizá la respuesta esté en que, simple y llanamente, necesito tomar un avión. Y perderme, lejos. Pero esta vez sin pretender ser el héroe de alguien.
Quizá encuentre un lugar mejor para pasar mi decadencia lejos de Braga.
Espero no tener que recordarte que cada palabra aquí es producto del azar. Y que nada tiene que ver contigo.