Cincuenta y siete años cuenta su cédula de identidad. Confinado a un ataúd de barrotes fundidos con acero, mantiene la mirada típica de una bestia de circo. Aparenta ser manso, pero en el fondo te devora la angustia de que en cualquier momento sus garras te hagan pedazos. Observa tus ojos con desdén, al tiempo que un guardia policial ruso recita su nombre completo.
Una voz que combina rigidez y temor declama. “Andrei Romanovich Chikatilo”. Todos los presentes simula la de las cincuenta y tres personas que ultimó. El silencio brota de respiraciones entrecortadas. Atado de pies y manos, lo acercan a una zona de contacto. Lo sientan, mientras me lanza la misma mirada de un atado perro de presa. Entre sus pupilas, corre un abismo de sangre. Cualquiera de corazón endeble, podría perderse en él.
Conoce su destino. No tiene nada que perder. Sus palabras brotan de nuevo, al tiempo que pone sus fuertes y blanquecinas manos sobre la mesa. “Mira ahora lo que tienes. Lo que le hacen a un respetable miembro de la sociedad. Los jóvenes de ahora no tienen moral. Soy viejo y me tratan así. No me lo explico”.
Comenzaba, así, un viaje en la mente del ‘Carnicero de Rostov’.
Podría parecer un absoluto acto de cinismo. Sin embargo, miras la sobriedad de su rostro y su mirada perdida entre las rejas. De no ser por esa sonrisa tímida tornada en salvaje. Un recordatorio que al sujeto frente a mi, los criminales más sádicos del lugar lo llaman monstruo. La prisión de Norvocherkaask se ha transformado en un témpano.
El miedo me hace olvidar los puntos más básicos de mi oficio. Mandar al demonio todas y cada una de las preguntas obligadas. Por humanidad misma, cuando eres testigo de un hombre que ha torturado y matado a decenas, todo cuestionamiento se reduce a uno: ¿Por qué?
“Tengo una esposa y dos hijos. Un trabajo decente. Sin embargo, aún no tengo el respeto que una persona como yo merece. A diferencia de todos ellos, yo tengo un grado universitario. Merezco vivir más que ellos. Sólo míralos. Clávate en sus ojos y descubrirás que son escoria.”
¿Por qué un ciudadano ejemplar mataría por respeto? Lo miro una y otra vez. No encuentro ya más rasgo de humanidad en su rostro que las solas facciones y la existencia de emociones. Pero, todo parece producto de un instinto. Indago sobre su pasado. De escarbar en el tiempo surgen muchas conclusiones importantes. En medio del terror, busco un poco de inocencia cuestionándole sobre su niñez. Mis expectativas se vinieron abajo con unas cuantas frases.
“Imagina tu infancia a mitad de una hambruna. La promesa de igualdad se había roto. No era más que un niño malformado por la desnutrición que se arrastraba en harapos por la nieve, rogando por una migaja de pan. Jamás fui fuerte, ni estético. Era una pieza de circo ante mis compañeros de colegio. Seguramente esperas, como todos esos psiquiatras dementes, que de allí venga mi ansia de muerte. Lamento decepcionarte”.
De la anda, su cuerpo fue atacado por compulsos movimientos de manía. En una desesperación absoluta, se deshizo de los pocos ajustados pantalones que compone su uniforme de prisión. Con una sonrisa abstracta, acercó a mí su pelvis. De ella colgaba su pene, en un mortuorio estado de flacidez. Los policías presentes tratan de detenerlo. Lo impido con una sencilla seña. Chikatilo sólo se limita a esbozar una risa inaudible. Con incredulidad, escucho sus palabras
“Jamás pude hacer algo con él. Me era completamente inservible. No era más allá de un absurdo estorbo. Hasta el día en que el olor de mi sangre logró despertarlo. Tú no sabes la delicia de sentir la dulce tibieza de la sangre fresca. Es una sensación de ensueño. Un despertar para el alma”.
De un hombre así, cualquier respuesta es posible. Sin embargo, él notó en mi mirada un dejo de incredulidad. Adivinó una de tantas preguntas que mi cabeza barajaba, en una azarosa ruleta rusa de dudas y razonamientos inconclusos. La partida la está ganando el rey negro. Las piezas me ponen en jaque. Sin más, complementa su respuesta.
“Hacer pedazos a un ser humano es una sensación de poder. Cuando eres tratado como un subhumano, subyugado ante la crueldad social, disfrutas cada momento. Paladee cada corte sobre esos pedazos de carne sucia. Devoré un poco de ellos, cuando valían la pena. No lo hice mucho, aunque a veces, sólo unas cuantas, me derretía por devorar las partes más blandas. De todas ellas, la sangre más deliciosa era la de las niñas. Su pureza virginal la hace más dulce, a diferencia de la amargura natural de un abatido cuerpo adulto”.
Una descarga de incredulidad sacude mi maltrecho raciocinio. He bajado a la mente del asesino. Una realidad donde la brutalidad es arte puro. Un mundo construido en carmesí. Sus labios se lubrican con saliva caliente, esperando el milagro de paladear una vez más la violencia. Agita la celda como un animal hambriento. El hostil tolete de un guardia lo devuelve a la calma.
Hundirse en el desfiladero de la crueldad no ayuda a obtener respuestas. Sin embargo, abre horizontes hacia la certidumbre. Lo máximo que se puede obtener, ya que la comprensión es imposible ante la matanza. Menos, cuando hay niños involucrados. Titubeante, cuestiono al demente autoproclamado sobre las creaturas que segó. Su mirada se apaga al instante.
Inclina la cabeza. Su semblante se enfría y dibuja una señal de duelo. Le duele respirar. Aún así, de su boca nace un débil susurro. “Son tan pequeños e inocentes. Sólo quiero protegerlos. Yo les arranqué el corazón. Pero allá afuera, el mundo adulto les cortará las alas y les destrozará el alma. Sólo era un acto de amor”.
¿Cómo se puede hablar de amor cuando se derrama sangre? Ante mi cuestionamiento en medio de la perplejidad, el rostro de Chikatilo se ensombreció, aun más, en ternura. Un recuerdo de todo lo que había dejado atrás. De la primera de sus víctimas, una pequeña de sólo nueve años.
“Adoro a los niños. Ellos me acercaron a mi mujer, que se enamoro de mí debido a mi entregada pasión en la docencia. Tengo hijos. Sé cómo tratarlos. Le prometí a tan dulce angel que viniera conmigo. Estaba perdida, un tanto abandonada. La llevé a mi cabaña y le hice el amor, aunque ella no comprendía mi ternura. Después, la liberé de sus cadenas. Gracias a mí, dejó este mundo donde se romperían sus ilusiones”.
“Amo a los niños. Chicos y chicas por igual. Los colmé de regalos y les dibujé una sonrisa. Después, abrí sus cuerpecitos para que el alma se suspendiera libremente. Fue mi mayor regalo. Su absoluta libertad”.
Quedaban más cuestionamientos sobre el resto de las víctimas. Sin embargo, una pareja de oficiales alejan de mi vista a un reflexivo hombre. Poco antes de encerrarlo nuevamente, un fulgor en su mirada me llama. Ha ganado la partida. Me ha congelado el corazón y, con su demencia como cuchillo, me ha arrancado toda fe en la humanidad.
Dos días después le daban la completa libertad. Arrastrado como perro, a mitad de una nevada, fue puesto de rodillas. Alrededor, un grupo de oficiales, miembros de la milicia y algún periodista con la cordura en duda, servían de testigos. El verdugo, acercó su brazo a la nuca del monstruo. Esbozó una extraña sonrisa. Más allá de la justicia, se cumplia una rara venganza.
El martillo golpeó el detonador. Su inerte cuerpo cayó ante la maniática mirada de los presentes. Su sangre ruborizó las nieves prístinas de febrero. Nuevas flores brotarán en la primavera.